La llamada al móvil de guardia rasgó el silencio de la madrugada. La ligera duermevela del médico se vio interrumpida por una voz cansada al otro lado del teléfono. Fue escueta: tenemos otro caso.
Esta situación se da varias veces al día en todos los hospitales de nuestro país y del resto del mundo. Los medios tienen silenciado a un virus que mata a una persona cada cuarenta segundos en este planeta. Sólo en España se contabilizan diez muertes diarias y estas no se reportan en ningún telediario.
Este fenómeno trasciende culturas y clases sociales. Mata más a los jóvenes y a los ancianos pero sería iluso pensar que no carga violentamente contra cualquier franja etaria. Los gobiernos renuncian a combatirlo con las mismas campañas sanitarias que gozan otros agentes patógenos. La desinformación campea a sus anchas y el miedo a acercarnos a los afectados y sus familias es el principal protagonista de esta muda tragedia. Tememos que una palabra desacertada o un gesto inadecuado provoque que el infectado expire ante nuestros ojos clavando en nuestras conciencias la duda de no haber hecho lo suficiente, de no haber entendido mejor.
La culpa y la vergüenza se instalan en las familias que sufren una muerte así. Nos alejamos de ellos por miedo a que nos contagien; el virus muta constantemente pero siempre provoca angustia e intenso dolor. La sociedad, en general, prefiere seguir adelante sin detenerse a reflexionar cuánto hay por mejorar y qué podemos cambiar.
Existen muchos mitos alrededor de este microbio y sus distintas cepas. Quizá el más peligroso sea pensar que sólo los especialistas podemos acercarnos a estas personas. Pareciese que solo nosotros estamos ya inmunizados frente a su devastación. Y sí, verdaderamente nosotros disponemos de las herramientas técnicas para abordar este problema de salud púbica. Pero no es menos cierto que la empatía, la escucha sincera y la mano honesta de cualquiera que la preste pueden ser determinantes para poner freno a este brutal patógeno que llamamos suicidio.
Acercarnos a este fenómeno humano sin tabúes, despojados de nuestros propios temores ayuda a disminuir el sufrimiento, a romper barreras, a salvar vidas. Tendiendo la mano al infortunio no nos contagiamos, al contrario, transmitimos fuerza y esperanza. Porque es necesario entender que el suicido no es la determinación a morir si no la necesidad de vivir de otra manera.