Las tumbas anónimas de otras naciones deberían airear las injusticias cometidas en nuestra tierra.
Ocasionalmente solemos escuchar aquello de que “la realidad supera a la ficción”. Esta semana la prensa internacional nos trae una noticia que bien merece el refranillo. Como si de una película de terror se tratase en Canadá han vuelto a descubrir unas 700 tumbas sin identificar, en los terrenos pertencientes a un internado destinado a niños indígenas. Y digo vuelto porque el mes pasado salieron a la luz, en otra región del país, otras 200 tumbas de menores aborígenes igualmente institucionalizados. Como reseña rápida apuntaré que el gobierno canadiense tuvo en marcha, desde finales del siglo XIX hasta hace bien poco, un programa destinado a erradicar el legado nativo. Arrancaron de sus familias a miles de niños para que, mediante su paso por estos internados donde reinaban el miedo y los castigos, se olvidaran de sus lenguas maternas y de su cultura. Se estima que 1 de cada 50 niños murió en estos centros. Y un total de 150000 niños sufrieron el abuso de un sistema que buscaba fabricar clones.
De esta horrible historia me asombran diferentes cuestiones pero señalaré tres. La primera es que en muchos medios describen “la escena de un crimen”. Otra es que el primer ministro se ha comprometido a “buscar la verdad”. Incluso representantes de la Iglesia, institución que gestionaba estos centros en su mayoría, ha condenado esta atrocidad.
Y ustedes se dirán “qué menos, ¿no?”. Pues sí, qué menos. Pero en seguida salto a nuestro escenario nacional y comparo. Y ojo, no es que vea a los extranjeros como seres de luz comparados con nosotros, no. Pero me parece importante ver más allá de nuestras filias y fobias añejas. Tras la Guerra Civil española surgieron unas instituciones llamadas preventorios. Estos internados destinados, en teoría, a mantener a ralla la tuberculosis pronto se llenaron de “los hijos de los rojos”. Los testimonios de quienes pasaron por allí dan también para una serie de Netflix. Maltratos y vejaciones eran el tratamiento que recibían los niños internos de la mano de sus responsables, también religiosos, más ocupados en adoctrinar y erradicar cualquier vestigio republicano que en cuidar. Aún desconocemos cuántos de esos niños no salieron jamás de aquellos centros.
¿Y qué hacemos nosotros? En nuestro país seguimos anclados en rencillas heredadas de un bando y otro. Y es que un error no se repara mirando hacia atrás sino fijando la vista en un horizonte común.